El más difícil todavía: billares fractales para mentes intrépidas o ¿qué problema hay en no entender?

Por Francisco R. Villatoro, el 13 febrero, 2009. Categoría(s): Ciencia • Docencia • Libros • Matemáticas • Mathematics • Personajes • Science

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Jugar al billar no es fácil y hacerlo bien es muy difícil. Requiere mucha práctica. Afortunadamente, la mayoría de las mesas de billar es rectangular. Si fueran elípticas, el juego sería aún más difícil. Pero el «no va más» serían mesas con forma fractal. Obviamente es imposible fabricarlas, pero una mesa de billar prefractal sí se puede fabricar. En la figura tenéis una con forma de curva de Koch. Robert Niemeyer y su director de tesis doctoral Michel Lapidus, de la Universidad de California, Riverside, están estudiando la matemática de los billares fractales. El problema no es fácil. ¿Acabará leyendo Robert su tesis doctoral? Quien sabe. ¿Para qué sirve? Bueno, por ahora, para poco, pero esperan que les permita entender cómo se refleja el sonido en el techo «rugoso» de una sala de conciertos, por ejemplo. Por ahora se conforman con encontrar las trayectorias periódicas cerradas en un billar con forma de curva de Koch. Todavía les queda mucho. Nos lo cuenta Barry Cipra, «Taking a Cue From Infinite KinkinessScience 323: 874-875, 13 February 2009 .

Esto me recuerda el primer capítulo del libro «Matemática… ¿estás ahí? Episodio 2,» de Adrián Paenza, en el que este gran divulgador argentino de la matemática (matemático, periodista, y «Punset» televisivo en Argentina) nos relata cómo llegó a obtener su tesis doctoral, o casi. Os extraigo algunos detalles.

A finales de 1969 quería doctorarme. Era un gran desafío, pero valía la pena intentarlo. Elegí como tutor de tesis doctoral a Ángel Larotonda («Pucho») quien tenía muchísimos alumnos que buscaban doctorarse. Doctorarse no es fácil. La tarea del tutor es esencial en ese proyecto: lo habitual es que sea él (o ella) quien sugiera al aspirante el problema a investigar y, eventualmente, resolver. Era muy difícil que Pucho tuviera tantos problemas para resolver como doctorandos. Los problemas no aparecían.

Quise cambiar de tutor. Pero ¿a quién recurrir? ¿Quién tendría problemas para compartir? ¿Y en qué áreas? Estaba dispuesto a empezar desde cero, si lograba que alguien me sedujera. Miguel Herrera, había vuelto al país después de pasar algunos años como investigador en Análisis Complejo en Francia. Su retorno era una oportunidad. Todavía no tenía alumnos. Miguel escuchó con atención y dijo: «¿Y por qué no te vas al exterior? Creo que conviene irse». Le dije: «Miguel, no me voy a ir del país, sólo quiero preguntarte si tienes problemas que quieras compartir, para poder doctorarme en el futuro. Sé muy poco del tema en el que eres especialista, pero estoy dispuesto a estudiar.»

Fui nombrado asistente de Herrera. Si uno quiere aprender algo, tiene que comprometerse a enseñarlo … Ése fue mi primer contacto con mi director de tesis. Empezar por el principio. Yo quería saber cuál sería el trabajo de la tesis, el problema que debería resolver. Herrera, paciente, me decía que no estaba aún en condiciones de entender el enunciado y ni hablar de tratar de resolverlo.

Un día Herrera abrió un libro escrito por él, me mostró una fórmula y dijo: «Éste es el problema a resolver: generalizar esta fórmula.» No entendía nada. Después de haber esperado tanto, de haber cambiado de director, de cambiar de tema, de especialidad, de todo, tenía el problema, sí… pero no entendía ni siquiera el enunciado. No sabía ni entendía lo que tenía que hacer. Ésa fue una lección.

No había días de frío, ni de lluvia, ni de calor, ni de resaca de la noche anterior: ¡tenía que estar a las ocho de la mañana sentado en mi oficina, listo para trabajar! A las ocho, alguien golpeaba la puerta. Miguel venía todos los días a la facultad a ver qué había hecho el día anterior: qué dificultades había encontrado, qué necesitaba. El problema estaba ahí. Ya no había que preguntarle nada más a Herrera. Era mi responsabilidad estudiar, leer, investigar, preocuparme por tratar de entender.

Una mañana ¡entendí el enunciado! Por primera vez y a más de un año de habérselo escuchado a Miguel. Algo cambió en mi vida: ¡había entendido! Lo destaco especialmente porque fue un día muy feliz para mí.

Un par de meses más tarde, un día cualquiera, creí haber encontrado la solución al problema, un problema que los matemáticos no podían resolver desde hacía siglos. ¡No era posible! Por la mañana, Miguel golpeó a la puerta como siempre y le expliqué lo que pasaba. Entrecerró los ojos y sonriente dijo: «Muchacho, seguro que está mal «. No fue una novedad; sabía que tenía que estar mal. Y comenzó a explicarme, pero le refutaba todo lo que decía. Miguel empezó a quedarse callado, a pensar. Tomó su libro, el libro que él había escrito, leyó una y otra vez lo que él había inventado y dijo, lo que para mí sería una de las frases más iluminadoras de mi vida: » No entiendo «. Y se hizo un silencio muy particular.

¿Cómo? ¿Miguel no entendía? ¡Pero si lo había escrito él! ¿Cómo era posible que no fuera capaz de entender lo que él mismo había pensado ? Esa fue una lección que no olvidaré nunca. Miguel hizo gala de una seguridad muy particular y muy profunda: podía dudar, aun de sí mismo. Nadie iba a dudar de su capacidad. Nadie iba a pensar que otro había escrito lo que estaba en su libro. No. Miguel se mostraba como cualquiera de nosotros … falible. Y ésa fue la lección. ¿Qué problema hay en no entender?

Por supuesto, no hace falta decir que después de llevárselo a su oficina , y de dedicarle un par de días, Miguel encontró el error. No pasé a la fama y él me explicó en dónde estaba equivocado. Con el tiempo me doctoré, pero eso, en este caso, es lo que menos importa. Miguel me había dado una lección de vida, y ni siquiera lo supo ni se lo propuso. Así son los grandes.



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