Reseña: «El mapa fantasma» de Steven Johnson

Por Francisco R. Villatoro, el 25 noviembre, 2020. Categoría(s): Ciencia • Historia • Libros • Recomendación • Science ✎ 2

«La búsqueda de agua potable se remonta a los orígenes de la civilización. (La) mayoría de la población del mundo actual desciende de aquellos primeros bebedores de cerveza, y hemos heredado en gran medida su tolerancia genética al alcohol. (Bebían) los residuos liberados por las levaduras con el fin de poder beber sus propios residuos sin riesgo a morir masivamente. (La) epidemiología como ciencia estaba todavía en pañales (en 1854), y aún no se habían establecido muchos de sus principios básicos. (John) Snow moriría sin haber logrado dar con aquel agente del cólera en cuya identificación había invertido tantos años de su vida». Filippo Pacini publicó ese año «la primera observación de Vibrio cholarae».

En el año de la pandemia han aparecido traducciones al español de varios libros sobre epidemias y pandemias. Me ha gustado mucho Steven Johnson, «El mapa fantasma. La epidemia que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno,» Capitán Swing (2020) [293 pp.], traducido por Cristina Mbarichi Lumu. Una descripción hasta el mínimo detalle, casi de novela victoriana, de la transición desde la teoría miasmática a la teoría contagista para la epidemia del cólera en Londres a mediados del siglo XIX. Seguro que ya conoces las ideas generales, pero este libro te relata con pelos y señales los acontecimientos, casi día a día. El estilo novelado preciosista en los detalles hace que la lectura sea muy amena. Una gran contribución a la divulgación científica sobre epidemias que gustará tanto a los aficionados a la divulgación científica como los aficionados a la literatura.

Seguro que conoces al autor, Steven Johnson, uno de los escritores de divulgación científica más populares en la actualidad. Autor de nueve libros, aunque solo unos pocos están traducidos al español, como «Sistemas Emergentes» (2006) y «Futuro perfecto» (2013). Seguro que has leído algunas de sus piezas en Wired.com, o incluso en The New York Times, The Wall Street Journal, o The Financial Times. Su pluma tiene el justo toque literario para gustar al lector de ficción y sus buenas dosis de ciencia como para el disfrute del lector de ensayo. Sin lugar a dudas te recomiendo disfrutar de este libro, tanto como evasión en estos tiempos de pandemia, como por su contenido histórico riguroso. Para aprender cómo funciona la ciencia se necesitan libros que detallen cómo ha funcionado en el pasado. «El mapa fantasma» es un libro que no te puedes perder. ¡Qué lo disfrutes!

En el libro, tras el preámbulo, encontramos ocho capítulos, un epílogo, una nota del autor, los agradecimientos, las notas para la lectura complementaria, las notas y la bibliografía. El preámbulo [p. 11] nos cuenta que «esta es una historia con cuatro protagonistas: una bacteria letal, una inmensa ciudad y dos hombres con talento muy especial, aunque muy distintos el uno del otro. Una oscura semana, hace ciento cincuenta años, en medio del miedo y del sufrimiento humano, sus vidas se encontraron en Broad Street, una calle de Londres en el margen oeste del Soho. Este libro es un intento de contar la historia de ese encuentro».

El capítulo 1, «Lunes, 28 de agosto. Los limpiadores de letrinas» [pp. 13-34], se inicia como una novela situada en Londres en agosto de 1854. Nos describe los carroñeros y los hurgadores de basura de Londres victoriano, «que no solo se estaban deshaciendo de esa basura: la estaban reciclando. (La) mayor parte del proceso de reciclaje, tanto en las selvas tropicales como en los núcleos urbanos, se lleva a cabo en el nivel microbiano. (Si) de la noche a la mañana desaparecieran las bacterias, toda la vida del planeta se extinguiría en cuestión de años». La descripción de la ciudad y sus habitantes más que preciosa es preciosista.

«Una fosa común atestada de cuerpos en descomposición era una ofensa tanto para los sentidos como para la dignidad de las personas, pero el olor que emanaba no suponía un riesgo para la salud pública. Nadie murió a causa del hedor en el Londres victoriano. Sin embargo, decenas de miles perdieron la vida debido a que el miedo a aquel hedor les impedía ver los verdaderos peligros de la ciudad, y les llevó a emprender una serie de medidas insensatas que solo consiguieron empeorar lo crítico de la situación».

La epidemiología nació con el trazado de contactos (hoy muy de actualidad con la COVID-19). En la epidemia de cólera de 1854 en Londres se llevó hasta el extremo. Gracias a ello sabemos que «en marzo de 1854, Sarah Lewis trajo al mundo una niña. (El) 28 de agosto, a las seis de la mañana, (la) pequeña Lewis empezó a vomitar y a defecar unas heces aguadas de color verdoso que desprendían un olor acre. (Sarah) aprovechaba los pocos momentos en los que la niña se dormía para bajar al sótano de la casa y tirar el agua sucia al pozo negro situado en la parte delantera. Y así es como empezó todo».

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Henry Whitehead es el primer protagonista del capítulo 2, «Sábado, 2 de septiembre. Ojos hundidos, labios azul oscuro» [pp. 35-64]. «Durante los dos días posteriores a que la niña de los Lewis cayera enferma, la vida en Golden Square continuó con su clamor habitual. (Los) detalles de la vida de aquellas personas corrientes en una semana aparentemente normal han perdurado en la historia durante cerca de dos siglos. (Porque,) nos guste o no, el camino que permite a la gente corriente hacerse un hueco en la historia es la muerte».

El segundo protagonista del capítulo 2 es «la bacteria del cólera, Vibrio cholerae. Observada a través del microscopio electrónico, la bacteria tiene un aspecto similar al de un cacahuete flotante. (Por) sí sola, una bacteria V. cholerae no es perjudicial para los humanos. Se necesitan entre uno y cien millones de individuos, en función del grado de acidez del estómago, para contraer la enfermedad. (Pero) una ingestión accidental de un millón de Vibrio cholerae puede producir un billón de nuevas bacterias en el transcurso de tres a cuatro días. La bacteria convierte el cuerpo humano en una verdadera fábrica en la que multiplicarse por millones. Y si la fábrica no sobrevive más de unos pocos días, tampoco importa. Normalmente, cerca hay otra a la que colonizar».

«A pesar de todos los avances tecnológicos de la era industrial, la medicina de la era victoriana no era partidaria del método científico. (Las) constantes disputas entre las autoridades médicas en las distintas publicaciones acabaron adquiriendo un tinte de parodia. La semana en que se inició el brote de cólera en Broad Street, la revista Punch salió a la calle con un polémico editorial titulado «Cuando los médicos no se ponen de acuerdo, ¿quién debe decidir?». (Muchos) de los tratamientos propuestos agravaron la crisis fisiológica que producía el cólera. Los escasos efectos positivos perceptibles fueron en gran parte de tipo placebo. Y, naturalmente, en esta compleja mezcla de remedios caseros, de elixires comerciales y de prescripciones pseudocientíficas, era casi imposible dar con el verdadero consejo que los pacientes necesitaban escuchar: «Rehidrátate»».

John Snow es el protagonista del capítulo 3, «Domingo, 3 de septiembre. El investigador» [pp. 65-86]. «En octubre de 1846, (un) dentista llamado William Morton hizo la primera demostración pública del uso del éter como anestésico. (Snow) planteó la hipótesis de que la poca fiabilidad del éter se debía probablemente a un problema de dosificación, y emprendió una serie de experimentos interrelacionados con el fin de determinar cuál era el mejor mecanismo para la administración del milagroso gas. (A) finales de 1848, Snow había publicado una fecunda monografía sobre la teoría y la práctica de la anestesia. (La) labor investigadora de Snow en el campo de la anestesia había convertido a aquel cirujano de orígenes humildes en una de las mayores celebridades del Londres victoriano».

«Había prácticamente tantas teorías sobre el cólera como casos de la enfermedad. Pero en 1848 la batalla se libraba principalmente entre dos bandos: los contagistas, que defendían que el cólera era una especie de agente que se transmitía de un individuo a otro, como la gripe; y los miasmáticos, que consideraban que la enfermedad permanecía de algún modo en el «miasma» de los espacios insalubres. (Las) investigaciones de Snow en torno al cólera (le llevaron a comprender) que había sencillamente demasiadas coincidencias como para seguir sosteniendo la teoría miasmática. (El) cólera no se transmitía por mera proximidad. (El) causante del cólera, argumentaba Snow, era un agente no identificado hasta el momento que era ingerido por las víctimas. (El) cólera no era algo que se inhalaba. Era algo que se tragaba».

El capítulo 4, «Lunes, 4 de septiembre. Es decir, Jo aún no ha muerto» [pp. 87-114], destaca la importancia de las estadísticas de trazado de casos recopiladas y publicadas por William Farr. «La muerte era omnipresente, sobre todo entre la clase obrera. Un estudio de las tasas de mortalidad de 1841 había revelado que el «caballero» medio tenía una esperanza de vida de cuarenta y cinco años, mientras que la de un comerciante medio no alcanzaba los treinta. (Vivir) significaba no haber muerto aún. (Durante) las epidemias registradas entre las décadas de 1840 y 1850, era habitual que murieran un millar de londinenses en cuestión de semanas. (A) pesar de lo chocante que nos parezcan ahora semejantes cifras, lo más probable es que no suscitaran el mismo terror en aquel entonces». Quizás a algunos les recuerde lo que está pasando con la COVID-19 en la actualidad.

«De no haber sido por las Estadísticas semanales de Farr, Snow se habría quedado atascado en la perspectiva callejera de la anécdota, el rumor y la observación directa. (Además) de rastrear los casos de cólera en términos de edad, sexo y elevación del terreno, Farr seguiría la trayectoria de una nueva variable: el origen del agua de consumo. (Debajo) de un informe sobre las muertes por cólera en la zona sur de Londres, Farr había añadido esta en apariencia inocua línea: «En tres de los casos (…) los mismos distritos son abastecidos por dos compañías». (Farr) había proporcionado con su nota el experimenta crucis que necesitaba Snow».

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Edwin Chadwick, «posiblemente el miasmático más influyente de su tiempo,» entra en escena en el capítulo 5, «Martes, 5 de septiembre. Todo olor es enfermedad» [pp. 115-140]. «¿Por qué resultaba tan convincente  la teoría del miasma? ¿Por qué atrajo a tantas mentes brillantes a pesar de las pruebas, cada vez más concluyentes, de que era falsa? Este tipo de preguntas nos lleva a la versión inversa de la historia intelectual: no la historia de los avances y los momentos de gloria, sino, por el contrario, la historia de los bulos y de las falsas ideas, la historia de la equivocación. (Los) miasmáticos confundieron el humo con el fuego. (El) hedor de la descomposición era verdaderamente real. Oler era creer. (El) andamiaje que sostuvo al miasma durante tanto tiempo estaba en gran medida formado por medias verdades refutables y correlaciones confundidas con causas».

«Sabemos, por los propios relatos de Snow, que habló con cientos de vecinos del barrio a lo largo de la semana, y que la mayoría de aquellas conversaciones incluían preguntas sobre el surtidor de Broad Street. Lo que no sabemos es si Snow reveló su teoría sobre el origen del cólera en aquellas conversaciones. Nos cuenta el capítulo 6, «Miércoles, 6 de septiembre. La elaboración de la teoría» [pp. 141-158], que «el descenso más notable en la cifra de muertos había tenido lugar durante las jornadas del martes y el miércoles —dos días después de que Snow empezara a investigar el vecindario—. Quizá aquel descenso se debía a que muchos vecinos habían oído el rumor de que el surtidor era el culpable del brote».

«En la noche del viernes, la Junta de Gobernadores de la parroquia de St. James había convocado una reunión extraordinaria. (Snow) se presentó ante ellos y les dijo con su extraña y ronca voz que conocía la causa del brote, y que podía demostrar de forma convincente cómo averiguar el origen». El capítulo 7, «Viernes, 8 de septiembre. La palanca del surtidor» [pp. 159-186], nos relata que «si Snow estaba equivocado, el barrio pasaría sed durante unas cuantas semanas. En cambio, si estaba en lo cierto, ¿quién sabe el número de vidas que se podrían salvar? Así pues, tras unas breves deliberaciones internas, la Junta decidió cerrar el pozo de Broad Street». Y como puedes imaginar, «el brote de Broad Street se extinguiría en los días sucesivos, mientras caían las últimas víctimas y otras, más afortunadas, se salvaban. En efecto, el barrio recuperaría poco a poco la normalidad en las semanas y meses posteriores».

Se nos cuenta en detalle la historia de la niña Lewis, cuándo y cómo contrajo el cólera. Y cómo Whitehead y Snow forjaron «una silenciosa pero profunda amistad. (El) reverendo Whitehead había destacado por su activa oposición a la teoría, pero la argumentación de Snow lo había convencido hasta tal punto que acabó proporcionando las evidencias que completarían la argumentación. El abogado de la acusación se había convertido en el principal testigo de la defensa. (Si) bien Snow había sido decisivo para la identificación inicial del surtidor como responsable potencial del brote, fue Whitehead quien acabó proporcionando las evidencias definitivas para determinar el papel desempeñado por aquella fuente».

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Así llegamos al último capítulo, «Conclusión. El mapa fantasma» [pp. 187-224]. «Para que un mapa pudiera explicar la verdadera causa originaria del brote de Broad Street, era necesario que mostrara poca, no mucha información. (Al) observar detenidamente los surtidores en la imagen, el mapa adquiría una nueva claridad. El cólera no se había extendido por el vecindario de forma difusa. Había sido irradiado desde un único punto. (Snow) recurrió a una centenaria herramienta matemática que posteriormente se denominaría diagrama de Voronoi. (Lo) que Snow se propuso (fue) crear un diagrama de Voronoi utilizando los treces surtidores como puntos. (Un) mapa organizado tanto en torno al tiempo como al espacio: en lugar de medir la distancia exacta entre dos puntos, medía el tiempo necesario para desplazarse de un punto a otro».

«La importancia del mapa reside en sus dos características principales: su originalidad y su repercusión. (A) largo plazo, el mapa fue un éxito tanto en el ámbito comercial como en el de la ciencia empírica. Hizo que una buena idea llegara al público general. (En 1866) la teoría sobre la transmisión a través del aguase había integrado finalmente en el paradigma científico predominante. (En 1883) el científico alemán Robert Koch aisló el Vibrio cholerae mientras trabajaba en Egipto. (En) 1965, el Vibrio cholerae adoptó la denominación de Vibrio cholerae Pacini 1854. (La) construcción de la red invisible de líneas de alcantarillado y cañerías para agua dulce (fue) lo que transformó la ciudad moderna en un lugar seguro para el sinfín de placeres de consumo que comportaría la electricidad».

«Todavía es posible adquirir una pinta de cerveza en el pub de la esquina de Cambridge Street, a menos de quince pasos del lugar donde se hallaba la bomba que en su día prácticamente destruyó el vecindario. Tan solo ha cambiado su nombre. Ahora se llama The John Snow». Así llegamos al «Epílogo. El regreso a Broad Street» [pp. 225-249], que nos recuerda que «el libro de la historia reciente del Homo sapiens como especie debería iniciarse y concluirse con una línea narrativa: nos convertimos en habitantes de ciudad». Premonitorio el autor escribe en 2006 (cuando se escribió la versión original en inglés) «algunos expertos sostienen la inminencia de una pandemia de la magnitud de la de 1918. (La) amenaza de pandemia acabará venciéndose con un tipo de mapa diferente; no con mapas sobre las vidas y las muertes de una calle urbana, o sobre los brotes de gripe aviar, sino con mapas de nucleótidos envueltos en una doble hélice».

Finaliza el libro con una «Nota del autor» [p. 251], en la destaca el gran trabajo historiográfico necesario para escribir su libro, los habituales «Agradecimientos» [pp. 253-254], las «Notas para la lectura complementaria» [pp. 255-257], sobre recursos adicionales para profundizar, las necesarias «Notas» (a pie página) [pp. 259-286], la mayoría con referencias a las fuentes originales de las afirmaciones del autor, y la «Bibliografía» [pp. 287-293].

En resumen, si te gusta la historia de la ciencia y, en concreto, de la epidemiología, disfrutarás con el pormenorizado recorrido que Johnson realiza la figura de John Snow y sobre la epidemia de cólera que cambió las ciudades modernas. Incluso si no eres aficionado a la divulgación científica, disfrutarás con el estilo casi novelado de este ensayo. Además, podrás disfrutar de la historia de la ciencia en acción, cómo los fallos y los aciertos se engarzan para conducir a la (mal llamada) verdad científica. Un gran libro que merece la pena que leas. ¿Te atreves?



2 Comentarios

  1. Francis, ¿qué problema hay con la expresión «verdad científica»?

    Según tengo entendido, la ciencia es un constructo social, como la religión, pero con la diferencia de que la ciencia encaja con la realidad, mientras que la religión es un cuento fantasioso. Esto significa que las verdades científicas existen. Por ejemplo, que la Tierra se mueve alrededor del Sol es una verdad científica tan sólida que podemos estar seguros de que jamás será falsada.

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