«Ofrezco humildemente un análisis en el que la enfermedad, la imperfección, lo que por convención se considera un defecto, puede arrojar tremenda luz sobre quiénes somos no solo a nivel individual, sino también como especie. Frente al interés que algunos pueden tener en construir un pasado ideal en el que nuestro linaje avanza triunfante, yo encuentro emoción y mérito en descubrir el pretérito imperfecto de Homo sapiens y cómo, con todos sus peros, nuestra especie sigue por aquí. [Creo] que la consciencia de la fragilidad, de la finitud en el tiempo, de la vulnerabilidad, es el leitmotiv de la gran mayoría de las obras y decisiones de Homo sapiens. [En] el mundo animal, la enfermedad suele ser una circunstancia, no un estado. [Pero] el salto cualitativo fascinante, a mi parecer, es descubrir que la enfermedad no solo es capaz de condicionar la vida de una persona y su entorno inmediato, sino que, a gran escala, ha ido esculpiendo nuestra historia evolutiva con el cincel de la selección natural».
He disfrutado mucho del primer libro de divulgación de María Martinón-Torres, «Homo imperfectus. ¿Por qué seguimos enfermando a pesar de la evolución?» Destino (2022) [270 pp.], con ilustraciones de Juan Francisco Mota. Un libro apasionante sobre paleopatología escrito con extrema exquisitez, decorado con múltiples referencias literarias y con experiencias en primera persona. Temas tan controvertidos como la necesidad del envejecimiento y de la muerte, o tan relevantes como el papel de la pleiotropía en muchas de nuestras enfermedades, son presentados con maestría y sabiduría. Un libro que deslumbra porque te muestra que tienes delante de ti muchas de las respuestas a las grandes preguntas, pero son tan obvias que no las vemos; por ello necesitamos a una paleopatóloga, que sea además licenciada en medicina, para que nos las desvele. Un libro muy recomendable para todas las personas que quieran aprender sobre sí mismas, porque este libro nos desvela cómo nuestra evolución como especie es responsable de por qué somos como somos como personas.
María Martinón-Torres estudió Medicina, se doctoró en Antropología Médica y Forense, se incorporó al Equipo de Investigación de Atapuerca, donde ahora es coinvestigadora principal y dirige el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) en Burgos, España. Su investigación paleopatológica es el hilo conductor del libro, junto con su pasión por la buena literatura; porque lo que más caracteriza a este libro es el derroche de pasión, por su trabajo, por el conocimiento y por la divulgación. Yo estoy sesgado, obviamente, pero creo que este libro será una lectura placentera tanto para los buenos aficionados a la divulgación científica como para los buenos aficionados a la literatura y las humanidades. Sin lugar a dudas un libro que tiene que estar en tu biblioteca personal. ¡Qué lo disfrutes!
El libro nos presenta once capítulos tras el prefacio, «Pretérito imperfecto» [pp. 13-19], de donde he extraído el primer párrafo de esta reseña, y el prólogo, «Meter el dedo en la llaga» [pp. 21-28], que nos aclara que «este libro pretende explorar la evolución de nuestra especie bajo el prisma de la medicina darwiniana. [Pues] muchas enfermedades son la solución de compromiso que ha encontrado nuestro cuerpo para atender todas las necesidades que entraña la aventura de estar vivo. [Como] paleoantropóloga que también es médica, me interesa ahondar en la herida. Me conmueve el lado humano de ese héroe del que con frecuencia solo nos cuentan las hazañas, porque conocer su duelo nos acerca a él. Se trata de reconstruir la semblanza de nuestra especie a través del relato de sus temores, sus zozobras y sus fallos«.
El capítulo 1, «La sombra del ciprés. Sobre morirse» [pp. 29-44], se inicia con una referencia a la obra La sombra del ciprés es alargada de Miguel Delibes, lo que me permite destacar que todos los capítulos se inician con una obra de la literatura universal, a la que la autora recurre durante todo el capítulo. «¿Cuál podría ser la ventaja de saber que nos morimos? ¿Qué ganancia hay en conocer que nuestro paso es efímero y vivir agobiados por ello?» De la esperanza de vida pasamos a la longevidad y a la pregunta «¿no podía habernos tocado ser inmortales?» La utilidad de la muerte nos presenta la tesis del biólogo darwinista Weismann (1881), «la selección natural favorecía algo así como una muerte programada, una autoeliminación, todo por el bien de la especie», y la relevancia de los genes pleiotrópicos que destacó el biólogo Williams (1957), «genes cuya expresión tiene más de un efecto. [Los] achaques de la vejez son como los efectos secundarios de un medicamento que tuviéramos que tomar para poder sobrevivir. [La] selección natural podría favorecer la perpetuación de genes que maximizan el vigor en edades jóvenes, aunque el efecto de estos mismos genes, en edad avanzada, signifique una disminución de este vigor».
Tras varios ejemplos de pleiotropía, llegamos a Costes y beneficios, que destaca el trabajo del paleoneurobiólogo Bruner y el neuropsiquiatra Jacobs, que «concluyen que la adquisición de grandes capacidades cognitivas en Homo sapiens tuvo como consecuencia una mayor sensibilidad a defectos metabólicos del cerebro y cuadros neurodegenerativos». Me gusta el mensaje final sobre la vejez, «esta etapa vital no es una enfermedad. Uno no se muere de viejo. No te puedes curar de ser mayor. Se muere por un infarto, por un atragantamiento, por un ictus o por una infección. [Pero] uno no se muere de viejo». Y continuamos Con la muerte en los talones, una coda final que recalca que «el lector me recriminará que aún no he contestado a la pregunta del principio, si tiene algún sentido evolutivo saber que no somos eternos. Le pido un poco de paciencia. A lo largo de este libro iremos desgranando» la respuesta.
Un cuento de London sobre el viejo Kookosh es el punto de partida del capítulo 2, «Ley de vida. Sobre la vejez» [pp. 45-64]. «Analicemos en primer lugar cuál es nuestra fecha de caducidad, si es que tenemos una o, buscando un símil todavía más materialista, investiguemos cuál es la vida útil de un ser humano». Pues «somos una especie con una longevidad excepcional», como se destaca en Larga vida a los abuelos, porque «a la luz de la biología, parece que una «tercera edad» prolongada es el resultado de una estrategia exitosa favorecida por la selección natural para sacarle las castañas del fuego a una especie con amenazas de mortalidad infantil elevada y una dependencia juvenil prolongada». Aprovecha para destacar las estupendas ilustraciones de Juan Francisco Mota, en este caso, ilustrando la hipótesis de la abuela. En De pulpos, hormigas y superorganismos, sobre el cuidado aloparental y la eusocialidad de Wilson, acabamos con Cien años sin soledad, parafraseando a García Márquez. «Los abuelos son el as en la manga con el que los humanos ganamos la partida a la muerte durante una gran parte de nuestra vida».
El capítulo 3, «Juan sin miedo. Sobre el miedo y la ansiedad» [pp. 65-83], nos recuerda que «tener miedo significa que somos capaces de leer señales de peligro y, en consecuencia, prepararnos ante una posible amenaza. [Como] en todo, la clave está en la justa medida. Nos referimos a esa delgada línea que convierte a un prudente en cobarde o a un valiente en temerario. Miedoso o atrevido… ¿qué es mejor?». De los Miedos comunes, pasamos a La maldición de ser listo, porque un estudio de la psicóloga Karpinski «revela que la inteligencia es un factor de riesgo para padecer varias anomalías mentales e inmunológicas», a La hiperexcitabilidad, y a Thinking outside the box. En este último se recuerda que «en la mayoría de los casos, cuando un científico hace un descubrimiento, no es necesariamente el primero en ver algo, pero sí el primero en verlo de esa forma. [No] es de extrañar que el pensamiento científico y el artístico vayan con frecuencia de la mano y se den cita dentro del mismo genial sujeto, dado que, al final, tanto el arte como la ciencia requieren creatividad, una forma diferente de ver las cosas».
El capítulo 4, «Funes el memorioso. Sobre los trastornos del sueño» [pp. 85-103], al hilo del famoso cuento de Jorge Luis Borges, una metáfora del insomnio. «Hasta el 10 % de la población mundial está aquejada de insomnio» leemos en Exceso de vigilia, que nos adentra en la utilidad de la fase REM que «consigue que de forma periódica nos causi despertemos de forma natural, por si acaso». Entre nosotros los hay Alondras y lechuzas; «los patrones de sueño de una población hadza, los cazadores-recolectores de Tansania,» muestran que «durante el 99,8 % de la noche había siempre alguien despierto. [Una] ventaja clara a la hora de protegernos de los peligros de estar dormidos, pues siempre habría alguien entre nosotros capaz de actuar como centinela, [la llamada] teoría del abuelo que duerme«.
Historias para no dormir destaca que «vivimos en la era del entretenimiento audiovisual, de las plataformas digitales». Algo que recuerda a las «conversaciones por la noche, alrededor del fuego, [cuyo contenido] era completamente diferente del de las conversaciones diurnas. [Hasta] el 81 % de las conversaciones se dedicaban a la narración. [El] fuego aparecía como un elemento cohesionador, apaciguador, capaz de emocionar y vincular afectivamente a las personas, de sincronizarlas en las ganas de compartir información y de desatar la imaginación colectiva. [Ahora] comprenderá, con razón, por qué los niños necesitan un cuento para irse a dormir. ¿Y quén no?».
«No es país para viejos. Sobre el cáncer» [pp. 105-124], el quinto capítulo, se aproxima a El principio de cada uno al hilo de un poema de Erri de Luca. «Las células de la piel, por ejemplo, están en continua división. [Cada] minuto se mueren entre unas treinta mil y cuarenta mil células de la piel, que tienen que ser sustituidas». ¿Cosas de la edad? enfatiza que «todo tiene un precio, y vivir más años aumenta la probabilidad de sufrir mutaciones y daños que, si no se eliminan, acaban desarrollando tumores. [Pero] hace un millón de años, los humanos fallecían antes de que el tumor pudiera desarrollarse. [Hemos] robado tiempo al tiempo y pagamos nuestro precio». No es país para niños sobre la reducción de la natalidad nos conduce a Sacarle la lengua al verdugo, porque «cada sociedad tiene sus muertes normales y sus muertes alarmantes, y algunas muertes son signo de su tiempo».
El capítulo 6, «Vidas paralelas. Sobre infecciones y pandemias» [pp. 125-147], nos adentra en un tema de actualidad pandémica. De ataques y contraataques y El as en la manga llegamos a ¿Pero por qué nosotros? «Se sabe que la vitamina D puede funcionar como hormona reguladora de nuestro sistema inmune, por lo que niveles bajos de esta podrían aumentar la susceptibilidad al contagio de enfermedades infecciosas». Aviso, internautas finaliza con Fernando Pessoa, porque «en nuestra especie, el miedo y la lucha contra la muerte se han convertido en un acto reflexivo, no reflejo. Al mismo tiempo que asimilábamos la tragedia de los miles de vidas perdidas en el camino, comprobábamos cómo, en un tiempo récord, la humanidad al unísono era capaz de desarrollar, en menos de un año, no una sino varias vacunas con las que reducir la mortalidad de forma vertiginosa».
Me ha resultado especialmente interesante «La soledad del corredor de fondo. Sobre la adolescencia» [pp. 149-167], el séptimo capítulo, dividido en A cámara lenta, ¿Monos asesinos? y El precio de la amistad. «La verdadera presión evolutiva, la que había empujado a nuestro cerebro a crecer, era la necesidad de establecer y mantener relaciones sociales complejas. [Entre] los adultos jóvenes se estima que el tiempo invertido en las relaciones sociales puede llegar a ser, al año, de un 40 %. [Pero] tener amigos también es caro desde el punto de vista congnitivo. [Cuanta] más sustancia gris, más amigos nos podemos permitir. [La] mielinización del área frontal se prolonga nada más y nada menos que hasta la treintena. ¡La treintena! Mucho después de haber alcanzado la madurez física. ¿No es fascinante?» Se finaliza con una referencia a El guardián entre el centeno, «una de las obras obras más logradas sobre lo cansado que es ser adolescente». Y se nos recuerda que «todos] fuimos adolescentes».
El capítulo 8, «Hansel y Gretel. Sobre la alimentación» [pp. 169-189], sobre «las alergias y los cuadros autoinmunes, la consecuencia del celo excesivo de nuestra fisiología por resguardarnos de los agentes infecciosos». Cuestión de tripas, porque «comer carne, querido lector, nos hizo libres. [Una] comida de alta calidad porque en menos volumen contiene mucho más aporte calórico, su metabolismo es más sencillo y requiere significativamente menos tiempo de procesamiento. [La] dieta no solo ha tenido impacto en nuestro intestino, sino también en nuestro cerebro. [Un] cerebro grande y energéticamente hambriento». La gula, «comer sin hambre, comer por los ojos, comer hasta reventar, es el origen de la mayoría de los problemas de salud de nuestra sociedad». Aquí no se tira nada, sobre la variedad de nuestra dieta, y Gamarjous, un brindis a nuestra dieta cocinívora.
«El bosque animado. Sobre toxinas y alergias» [pp. 191-209], el noveno capítulo, se inicia con una referencia al superventas Sapiens de Yuval Noah Harari. «El germen de una corriente que yo llamaría paleomelancolía, en la que la sociedad añora la vuelta a un tiempo que imagina más natural, más saludable, menos tóxico. [Vaya] por delante que yo no soy paleomelancólica, si con ello entendemos una religión que aboga por volver al pasado y demonizar en bloque el progreso, que nos ha llevado a una vida más larga, más cómoda y, sobre todo, con una reducción significativa de la mortalidad infantil y materna. Pero sí comulgo con la pena de que, cada vez más, nuestra vida se desenvuelva a espaldas del mundo natural en el que nacimos como especie».
Yo suelo decir que En la variedad está el gusto, donde se destaca «el análisis de los restos de plantas atrapadas en el sarro o placa dental de un neandertal del yacimiento de El Sidrón, en Asturias; [los] hallazgos sugieren que este individuo, quien casualmente sufría una infección dental, podría estar medicándose». Continúa el capítulo con ¿La princesa y el guisante?, De microbiota y parásitos, y Paraísos asfaltados. «¿No es fascinante, incluso un poco grimoso, pensar que nuestro cuerpo está lleno de ADN que no es propio?, ¿que hasta el 50 % de nuestras células son microbios? Esa microbiota es, literalmente, un ecosistema vivo y cambiante. [El] apéndice sería como una verdadera granja en la que se cultivan microorganismos intestinales que no están directamente expuestos al flujo general de los contenidos del intestino, y funcionaría como un reservorio para reconstruir la microbiota cuando esta se altera. [Eso] quizás somos, al fin y al cabo, bosques animados aprendiendo a caminar por paraísos asfaltados».
El capítulo 10, «El señor de las moscas. Sobre la violencia» [pp. 211-219], recurre a esta «fábula moral sobre la violencia innata del ser humano. [Porque] ¿somos los humanos violentos por naturaleza?» Un mundo feliz, distopía que nos enfrenta a «un debate social, político y científico que en los próximos años deberá abordarse con madurez y dosis colosales de sentido común para valorar, por ejemplo, qué se considera un defecto genético o qué grado de diversidad humana estamos dispuestos a tolerar. El principito y el zorro, sobre la «autodomesticación [que] nos habría hecho más pacíficos, más tolerantes, más cooperativos, más de casa, siendo nuestra casa la propia humanidad. En Kintsugi la autora nos cuenta «que siempre digo que el estudio de las enfermedades en los fósiles no relata una historia de debilidad, sino de lo contrario. Cuanto más severa es la afección que encontramos en un esqueleto, mayor es el reto que ha tenido que enfrentar y ha podido superar para dejar esa muesca en su anatomía».
El último capítulo «El retrato de Dorian Gray. Sobre la consciencia de la muerte» [pp. 231-247], se inicia con Mtoto, el niño querido, portada de la revista Nature, sigue con Química, emoción y cerebro, y Empatía e introspección. «De lo que no hay duda es de que existen diferentes niveles de consciencia» en el mundo animal. Y acabamos con Temponautas, «(también crononautas) el nombre que se da a los viajeros en el tiempo, [porque] nuestra especie ha sido capaz de desarrollar un yo temporal. [La] consciencia de la temporalidad es, a su vez, la semilla de cierta urgencia por vivir, por conocer, contrarreloj, todo lo bueno que puede merecer la pena ser conocido».
Finaliza el libro con el epílogo, «Tres rosas amarillas. La despedida» [pp. 249-256] que concluye: «muchas de las enfermedades que nos acorralan son la consecuencia de un desajuste entre el mundo nuevo que nosotros mismos hemos creado y una biología que evolucionó en un entorno completamente distinto. [Tenemos] que desterrar la idea de que a la selección natural le preocupa nuestra salud, no le importa nuestro bienestar, tampoco nuestra felicidad ni nuestra calidad de vida: solo le importa la reproducción». Tras los «Agradecimientos» [pp. 257-258], encontramos una extensa lista de «Referencias bibliográficas» [pp. 259-270], no todas ellas citadas de forma explícita en el texto.
La verdad, tenía muchas ganas de leer el libro de María, porque disfrutar de sus charlas de divulgación es todo un placer. No solo ha colmado todas mis expectativas, sino que además me ha incitado a esperar el próximo (porque seguro que lo habrá tras el éxito de este). Sin lugar a dudas uno de los libros del año en divulgación científica española.
Gracias, como siempre. Aparte, yo nunca corrijo, más bien admiro (literalmente) a cualquier emisor: ¿usarías mejor «delante de tí» en vez de «delante tuya», estimado Francis?
Gracias, C. Enrique, lo cambio.
En la entrevista que le hizo Ignacio Crespo hace un par de meses (https://www.ivoox.com/noosfera-101-las-chapuzas-evolucion-humana-audios-mp3_rf_86715333_1.html) dijo algo (min 37) que me rompió los esquemas. Dijo que las marcas genéticas conocidas del síndrome de domesticación están presentes en nuestra especie pero no en neandertales ni denisovanos. Y que la reducción del cerebro (uno de los rasgos del síndrome) es tan reciente como el neolítico. Daba por sentado que, no solo el neandertal, incluso el erectus, eran especies autodomesticadas. La reducción del dimorfismo sexual es incluso anterior. Pero, sobre todo, lo que me descoloca ¿hablaban y no estaban autodomesticados?. También imaginaba que el síndrome es un grado y las especies autodomesticadas no podían pasarse de frenada (síndrome de Williams) como hacemos nosotros con algunas variedades domesticadas. Pero si resulta que los genes responsables, o los tienes o no los tienes, y ni los neandertales ni, quizás, los sapiens arcáicos los tenían… algo no me cuadra.
Justo hace unos días preguntaba en su blog a Lluis Montoliu si se habían identificado las marcas genéticas que producen los cambios en el desarrollo de la cresta neural. Y si, con edición genética, sería posible inducirlo directamente en una especie silvestre sin pasar por la cría selectiva (como los zorros de Belayev).
Es que no tiene porqué venir a la par la autodomesticacion con rasgos de inteligencia; imagina una especie que hable, tenga su cultura, sus herramientas…etc, pero que por contexto evolutivo precisen tener un aspecto real de adulto al envejecer, por ejemplo aun precisen parecer «peligrosos»; o también imagina que las hembras por motivos puramente estéticos culturales asociados con la seguridad, sigan seleccionando machos de rasgos adultos…es mucho más complejo.
«no tiene porqué venir a la par la autodomesticación con rasgos de inteligencia»
Por lo visto sí. Pero al revés. Individualmente, las especies autodomesticadas son menos inteligentes. Un lobo es más listo que un perro. Resuelve antes los problemas. Pero no te mira a los ojos para saber qué hacer. Un perro sí. No es la inteligencia, sino la docilidad y sociabilidad que precisa la cultura acumulativa y, en concreto, las tecnologías comunicativas que son los idiomas, lo que pensaría que falta en una especie que no sufra/disfrute las consecuencia del síndrome.
Y la selección sexual en especies autodomesticadas parece ir justo en contra de lo que sugieres. Forman grupos matriarcales con una notable reducción de la agresividad, sobre todo entre los machos. Los rasgos faciales van en el paquete. No son disociables. La clave es la neotenia. Los individuos de las especies domesticadas son más cariñosos, confiados, juguetones, porque el síndrome es, sobre todo, un cambio en el desarrollo del embrión que produce rasgos infantiles, anatómicos y conductuales, en la edad adulta. No perdemos el miedo a tratar con desconocidos porque tengan cara de niño. Es porque somos infantiles hasta la tumba por lo que tenemos menos miedo a los desconocidos. La cara de niño va en el paquete.
Pero los neandertales y los erectus hablaban. Dice Martinón-Torres que los marcadores genéticos de la autodomesticación han sido identificados y localizados en nuestra especie pero no en aquellas. Que una especie sea capaz de inventar tecnologías tan complejas como los idiomas, sin la sociabilidad que permite el síndrome de domesticación, me resulta tan inverosímil como las orugas canoras de Pepín Tre.
P.D. Conviene recordar que la domesticación de los vegetales no tiene que ver con el síndrome de domesticación. Creo que de este solo hay ejemplos claros en mamíferos y aves, aunque las variedades domesticadas de carpas y carpines también son más dóciles.
Y si los marcadores genéticos han sido identificados, ¿qué esperamos para ponernos a buscar en el ADN de los cetáceos, los bonobos, los licaones… ¿los cuervos?.
Sincronicidad, que diría Jung. Yo imaginando del homo erectus autodomesticado y a los pocos minutos se descubre la cara plana (¿domesticada?) de un homínido de hace 1,8 millones de años.
Porque soy nadie. Si no, pediría a Martinón-Torres alguna referencia sobre aquella afirmación en la entrevista de Crespo.
Aunque muy sincronizado tampoco estaré, si me he pasao medio millón de años.