«No lo olvide, el potasio de su propio cuerpo es radiactivo, la misma Tierra es radiactiva. Si a algún conocido le prescriben un examen PET y está asustado porque ha oído hablar de que le meten radiactividad o algún sinsentido por el estilo, respire y procure calmarlo. No es culpa de su amigo, él está atrapado entre las redes de la desinformación. Háblele de positrones, de electrones, cuéntele algo sobre las hamburguesas radiactivas y sobre las células golosas. Insístale de nuevo en los positrones, dígale «más antimateria y menos dieta anticáncer». Todos estos conocimientos no son más que tijeras. No le resuelva nada, ofrézcale las tijeras, hágale sentir «como un tiburón que rompe todas las redes»».
El nuevo libro de divulgación de Eugenio M. Fernández Aguilar, «Los renglones torcidos de la ciencia. De la antimateria a la medicina moderna,» Antonio Bosch editor (2020) [178], es una obra muy personal en todos los sentidos. En apariencia son dos libros en uno, aunque el segundo por su brevedad casi se reduce a un solo capítulo. Ambos nos muestran el amor del autor por la historia de la ciencia. El segundo libro se centra en la historia de la tecnología PET con ciertas notas al pie de carácter histórico; el primer libro divaga sobre la historia de la ciencia para apoyar las notas al pie del segundo libro. El resultado, como muchas grandes obras, o te gusta mucho, o te desagrada. Quizás la mejor aproximación a este libro es ponerse a disfrutar del estilo literario del autor, que fluye a buen ritmo y acabará agradando a casi todos los lectores. Por ello te recomiendo este libro, sobre todo si te gustan las anécdotas de la historia de la ciencia.
Eugenio Manuel Fernández Aguilar es licenciado en Física y profesor de secundaria en Rota, Cádiz. Coautor de libros de texto para educación secundaria, ha escrito dos biografías científicas («Arquímedes» y «Ampère», LCMF, 22 ago 2015) y un libro de fallecimientos anecdóticos de científicos («Eso no estaba en mi libro de historia de la ciencia», LCMF, 11 nov 2018), así como otros libros de temática no científica. Eugenio, además de amigo, es divulgador y tiene dos blogs Ciencia en el XXI y Ciencia en blanco y negro. Su estilo de escritura es muy personal y, al menos a mí, me gusta. Por supuesto, sus libros de divulgación están dirigidos a un público general con énfasis en la anécdota más que en el rigor historiográfico. Aún así, si te atreves con sus renglones torcidos, seguro que los disfrutarás. ¿Te atreves?
El libro se inicia con un elogioso Prólogo [pp. 9-11] del genial José Manuel López Nicolás: «este libro es una auténtica joya de la divulgación de la ciencia, tanto en su fondo como en su forma. Muy bien documentado, ameno, interesante y escrito con el estilo inconfundible de Eugenio Manuel»; le sigue la Introducción [pp. 13-15] del autor, en el que nos explica que el libro son dos libros en uno; el primero, Los renglones torcidos, se compone de diez capítulos y se ha escrito a modo de notas históricas a pie de página para el segundo, Los renglones enderezados, sobre el desarrollo de la tecnología PET (tomografía por emisión de positrones), que se compone de tres capítulos. Así «este libro puede leerse como aquellos de la infancia que nos invitaban a elegir nuestra aventura; es decir, empezando por la primera sección o bien por la segunda. Queda a elección del lector».
La Parte I, «Los renglones torcidos» [p. 17], nos aclara que «cada capítulo se introduce con un tema ajeno a la ciencia, separado del contenido por una marca, y se cierra tras la misma marca y con el mismo tema. [Además,] cada capítulo lleva una entradilla que bien puede servir de síntesis previa o de guía». El contenido de cada capítulo son una serie de historias de la historia de la ciencia encadenadas (en algunas capítulos bien encadenadas, pero en otros forzando un poco el encadenamiento). La mayoría de las historias son conocidas para los buenos aficionados a la historia de la ciencia, aunque hay alguna que otra sorpresa; a pesar de ello, todos los aficionados a los relatos de anécdotas de científicos disfrutarán con placer de este libro.
El capítulo 1, «Dar cera, pulir cera» [pp. 19-31], se inicia con una comparación entre La Escuela de Atenas de Rafael Sanzio y la foto del primer Congreso de Solvay en 1911 de Benjamin Couprie. Así el autor nos lleva a una de sus pasiones, Arquímedes, «el primer físico-matemático de la historia del que se tiene conocimiento» (a pesar de que «la palabra científico en el sentido actual no aparece hasta el siglo XIX»). Arquímedes aproximó el número π por 3,14 usando el método de exhaución (hoy reconstruido, pues en rigor Arquímedes «hablaba de que tal o cual teorema lo había demostrado a través de «el método», pero ni rastro de su existencia»). El autor disfruta hablando del libro El Método de Arquímedes precursor del Álgebra y destaca que «Arquímedes fue uno de los primeros divulgadores científicos de la historia», gracias a su obra El contador de arena, «una obra de divulgación científica en toda regla».
De Arquímedes pegamos un salto hasta Oppenheimer, pasando por von Neumann y las seis mujeres matemáticas que programaron el ENIAC. En la coda del capítulo nos cuenta Eugenio: «Observo cómo, de un tiempo a esta parte, se ha despreciado injustamente el esfuerzo en la actividad académica. La moda del «no hacer deberes» ha llegado a límites verdaderamente ridículos. (Las) matemática babilónicas y las matemáticas griegas son el «dar cera, pulir cera» de la historia de la ciencia» (referencia a la película Karate Kid). «En mi tarea docente diaria me gusta enseñar que los éxitos son más agradables si provienen del esfuerzo personal, si no llegan a nuestras manos de forma gratuita». Estoy en completo acuerdo con el autor.
Boltzmann es el gran protagonista del capítulo 2, «El hombre que confiaba en los átomos» [pp. 33-42]. «Tras el fracaso de la revolución de 1905, en algunos círculos socialistas alemanes y rusos se comenzó a poner de moda el «empiriocriticismo». Parece que a Lenin no le gustó nada esta tendencia (que) solo da valor a lo eminentemente práctico, a la experiencia pura, dejando de lado cualquier tipo de elucubración. Mach llegó a tal punto que acabó negando la existencia real de los átomos. (Boltzmann) conectó el mundo microscópico con el macroscópico y estableció una prueba de la irreversibilidad. (Para) dar sustento al cuerpo teórico de sus razonamientos, los átomos debían existir como una realidad física, no como un subterfugio matemático. (Schrödinger,) Einstein y Planck lo consideraron el iniciador de la física teórica moderna».
El capítulo 3, «La brevedad, gran mérito» [pp. 43-58], se inicia con «el primer cuadro de La Bohème, la inmortal ópera de Puccini» y nos presenta a Kuroda, que «se especializó en energía nuclear, campo en el que realizó una suposición fascinante (sobre) el uranio. (Casi) veinte años después (1972), un físico francés daba la razón a Kuroda: se descubrían indicios claros de que en Oklo (Gabón) se habían producido reacciones nucleares de manera natural. (Resultan) cómicas las pancartas de «Nucleares no», al menos bajo la consigna de que no es natural». Tras pasar por el movimiento browniano y la historia de sus descubridores, se relatan los aportes de Planck («un hombre realmente desgraciado en lo tocante a la familia»), Einstein y Bohr. «Escucho al imperecedero Luciano Pavarotti, en el papel de Rodolfo, interpretar el O soave fanciulla, un conocido dueto de La Bohème. Esta ópera, como ocurrió con los átomos, no fue bien acogida en su estreno, que tuvo lugar el mismo año en que Perrin investigaba los rayos catódicos».
«Los viajes, como la música, comportan innumerables beneficios. (La) primera vez que estuve en Londres llegué a la capital por vía ferroviaria. (Cuando) ves pasar aquellos vagones es imposible que en tu mente no resuene Tubular Bells de Mike Olfield». La historia de la electricidad es el objetivo del capítulo 4, «El Newton de la electricidad» [pp. 59-67]. Confiesa el autor que «aquí solo nos vamos a fijar en detalles que son más difíciles de encontrar en obras generalistas». El hilo conductor son las aportaciones (poco conocidas) de Romagnosi, precursor de Volta y Oersted, aunque el protagonista principal es Ampère (como indica el título del capítulo al hilo de Maxwell). «Si Romagnosi y Oersted vislumbraron el noviazgo entre la electricidad y el magnetismo, Ampère fue el sacerdote que los unió en un matrimonio imperecedero». Confiesa el autor que «mi fascinación por André-Marie Ampère es tal que llegué a pasar unos días en Lyon. (La) vía ferroviaria también me llevó a París, para poder acercarme al cementerio de Montmartre y visitar (su) tumba».
«Cuando viajamos por la historia de la ciencia observamos algo muy curioso y es que lo que aprendemos en los libros de texto no se ha descubierto tal como viene en sus índices». Ampère ya lo dijo: «El orden en el que uno descubre los hechos no tiene nada que ver con su realidad en la naturaleza». Y así llegamos al capítulo 5, «Aquí en Rodas» [pp. 69-76], con un poco de historia de la química, el descubrimiento de elementos químicos como el flúor o algunas tierras raras. Me quedo con un extracto de la coda final: «Nos hemos habituado a oír que «lo radiactivo» es malo, sin percatarnos de que nosotros mismos somos radiactivos. Nos sentimos cómodos con los nombres de los elementos sin saber que detrás tienen una historia fascinante. Desde aquí invito a profundizar en el descubrimiento de cada uno de los ladrillos que constituyen la tabla periódica. Quien lo haga quedará asombrado y, de paso, sabrá que hay formas de demostrar que esos elementos existen y se pueden aislar».
El capítulo 6, «Hamburguesas radiactivas» [pp. 77-90], nos recuerda la historia de la radiactividad y sus tres tipos (α, β y γ). «El fugitivo ruso de la KGB Aleksandr Litvinenko en 2006 fue envenenado con polonio, el primer elemento radiactivo identificado por el matrimonio Curie. (Se) utilizó el Po-210, un isótopo que está presente, por ejemplo, en el humo del tabaco. Si es usted fumador y no conocía este dato, siento haberle amargado el día. (El) tabaco no mata en un día ni lo hace siempre, tarda años y actúa de maneras variadas; además de que el polonio no es el único carcinógeno que contiene». Finaliza este capítulo con un comentario general que comparto. «Siempre llego a la misma conclusión: si algunos de estos grandes científicos no hubiesen existido, se habrían acabado realizando los mismos descubrimientos, aunque tal vez se habría llegado a ellos más tarde y, por supuesto, tendrían otros nombres propios».
Las enzimas con las «Celestinas químicas» [pp. 91-99], título del capítulo 7, por su capacidad como biocatalizadores de reacciones químicas. El autor menciona la glucólisis y la producción de energía en forma de moléculas de ATP a partir de la glucosa. Breve, se nos aclara que «cuando un diabético tiene una bajada de azúcar no se inyecta azúcar, sino glucagón». Y también que además de celestinas también hay anticelestinas. Resumir toda la bioquímica en un capítulo tan breve es imposible, así que este capítulo me resulta como un quiero y no puedo.
La célula y los tres robertos (Hooke, Brown y Boyle) son los protagonistas del capítulo 8, «Sigue el camino de baldosas amarillas» [pp. 101-109]. Confiesa el autor que «una de las maldiciones que uno tiene desde la infancia es recordar cuál es su signo del zodiaco (el mío es capricornio) y otra aún peor es recordar los símbolos de todos estos horóscopos». Se finaliza con una mención a la hipótesis de Warburg, quien «supuso que el cáncer estaba causado por un daño en las mitocondrias. Hoy sabemos que esta no es la causa, pero también sabemos que en las células cancerosas ocurre un problema con el metabolismo mitocondrial». Porque «mirar, mirar de muchos modos, la tecnología nos ha permitido mirar desde distintas perspectivas, con microscopios, espectrógrafos, etc. Y es que la perspectiva puede cambiar el mundo. Pero el acto de observación debe seguirse de una interpretación razonada, descubrir, dar forma: no hay medios malos, hay malos observadores».
El capítulo 9, «Todos duermen» [pp. 111-122], nos lleva hacia la neurología y la psiquiatría. Se inicia con una cita de El diario de Noa y una referencia a la película Despertares. Así se presentan la historia de la enfermedad de Parkinson y del Alzheimer. Me quedo con la coda: «En la investigación científica parece que «todos duermen» mientras que un genio descubre algo. No es así, el cerebro de ese investigador que pasa a la fama está alimentado por el resto de los colegas, como si él fuese una neurona y, el resto, las células gliales que la acompañan, aunque a veces la situación se da la vuelta y alguna célula glial despierta para convertirse en la neurona que graba su nombre en la historia de la ciencia».
«Es prácticamente imposible señalar un suceso como inicio de la historia de algún campo tecnológico concreto; aún así voy a arriesgarme a trazar lo que —a mi juicio— son los eventos más importantes en dos casos: la electrónica y la computación». Ese es el objetivo del capítulo 10, «Las barras de monos» [pp. 123-135], que nos presenta a Guthrie, Preece, Edison, Swan, Fleming (el de la válvula de vacío), Eccles, Forest, Schockley, Bardeen, Brattain (los del transistor), Boole, Babbage y Lovelace (Ada, la hija de Lord Byron). Obviamente, en trece páginas es imposible resumir un siglo y medio de ciencia y tecnología. Pero el ritmo de la lectura es buena y se disfruta de los detalles seleccionados por el autor.
La Parte II, «Enderezando los renglones» [p. 137], se inicia con el capítulo II.1, «Las hormigas no son inteligentes; la colonia sí» [pp. 139-145]. Se inicia con el descubrimiento del bosón de Higgs, porque se publicó en un artículo con 5154 autores, se define la palabra cooperación y se introduce el dilema del prisionero. Todo ello para justificar que en toda nueva tecnología colaboran y cooperan de forma horizontal y transversal multitud de científicos e ingenieros. «El PET es fruto de la colaboración de miles de personas del pasado que han ido dejando su grano de arena de forma descentralizada, formando columnas enormes que algunas mentes privilegiadas han sabido interpretar y reformar para un fin común concreto: la salud del ser humano».
El capítulo II.2, «La antimateria le puede salvar la vida» [pp. 147-163], nos resume la historia del PET decorada con notas a pie de página que hacen referencia a los diez capítulos de la primera parte. ¿Para qué sirve el PET? ¿Qué es la antimateria? ¿Cómo se detectan fotones con fotomultiplicadores? ¿Cómo se reconstruyen las imágenes? Todo ello en muy pocas páginas. «La primera aplicación médica basada en la aniquilación de positrones apareció en 1951 de la mano de dos equipos de trabajo diferentes. [En] 2001 ya empezó a comercializarse de manera rutinaria y hoy llena nuestros hospitales». Quizás al autor o a un familiar del autor le hicieron un PET, pues finaliza el capítulo: «El día que nos hacen un PET es una jornada donde muchas personas trabajan para nosotros, no se trata de una única acción, sino que es un esfuerzo de equipo».
Finaliza la segunda parte con el capítulo II.3, «No lo olvide» [pp. 165-168], con una confesión del autor: «En este libro se han escrito historias siguiendo un criterio que debo confesar fruto del azar y de mi propia experiencia. Soy consciente de que se dejan fuera científicos muy importantes, pues, si no fuese así, este libro se convertiría en una enciclopedia y no lo leería nadie». Se describe una «lista de algunas de las personas que han hecho posible (el PET)». Tras este capítulo encontramos los Agradecimientos [pp. 169-170] y las Referencias [pp. 171-178] divididas por capítulos. Por desgracia, como ya suele ser habitual en la divulgación en español, no se citan en el texto.
En resumen, un libro muy recomendable para los aficionados a las anécdotas y las historias de la historia de la ciencia. Por supuesto, se trata de un relato muy sesgado por las preferencias del autor. Pero se lee fácil y merece la pena. Por ello, recomiendo este libro a todos los aficionados a la divulgación que degusten los libros de anécdotas y relatos para contar a nuestros amigos y cuñados. ¡Seguro que lo disfrutarán!
Gracias por este compartir
Interesante y que habilidad para la pieza literaria que se le da a la historia. Llama la atención para lectura y conversatorio con estudiantes infantes y jóvenes como estrategia pedagógica de aula en pro de presentar la ciencia.