Reseña: «Una selva de sinapsis» de Ignacio Crespo

Por Francisco R. Villatoro, el 22 noviembre, 2020. Categoría(s): Cerebro • Ciencia • Libros • Recomendación • Science ✎ 3

«Nuestro encéfalo es especial, todos ellos lo son. ¿Cómo no maravillarse ante el prodigio arquitectónico que ha permitido que percibamos el mundo, interactuaemos con él y lo experimentemos? Todo ello creado sin un director de orquestra que ordenara nuestras neuronas que, contra todo pronóstico, han sido capaces de conectarse a la perfección (o mejor aún: a la imperfección, que nos ha ayudado a sobrevivir). Ha sido esta inexactitud la que nos ha traído algunos regalos sorpresa que hemos transformado en pilares centrales de nuestra sociedad, como la literatura y la música. En cualquier caso, nuestra percepción de nosotros mismos todavía tiene que madurar de la mano de las ciencias y de las humanidades, y espero que, cuando dentro de unos años miremos al pasado, estemos satisfechos de hacia dónde hemos encaminado el estudio de la mente».

El primer libro de divulgación de Ignacio Crespo, «Una selva de sinapsis. Lo que escondes en tu cerebro,» Paidós (2020) [253 pp.], se centra en la pregunta ¿qué nos hace humanos? contestada a ojos de la neurociencia. Un libro dirigido a un público general, sin conocimientos previos de neurociencia, que disfrutará con su estilo ágil y fácil de leer (yo me lo leí casi del tirón), decorado con algunos guiños de humor e ironía para quienes visitan de forma habitual las redes sociales. Muy bien ilustrado, el libro no responde a la gran pregunta, pues aún no tiene respuesta; pero muestra cómo la ciencia consiste en hacerse las preguntas más fructíferas, en lugar de recopilar las respuestas que nos parecen correctas. Sin lugar a dudas, un punto de partida para el autor que espero que emprenda futuras incursiones en temas neurocientíficos más específicos. Eso sí, si quieres regalar un libro de neurociencia estas navidades, este es tu libro.

Ignacio Crespo (1993) es licenciado en Medicina, máster en Neurociencia Cognitiva y estudiante de Filosofía. Su labor divulgativa es inmensa a pesar de su juventud, destacando que coordina la sección de Ciencia en La Razón online, participa en podcasts como A ciencia cierta y Coffee break: señal y ruido, organiza ciclos de charlas de divulgación, participa en muchas actividades de Scenio en  Twitch y YouTube, y muchísimas más cosas. En mi opinión su opera prima literaria combina las virtudes de un gran divulgador con los defectos propios de la juventud y de la inexperiencia. Quizás no soy el público destino de esta obra, pero me hubiera gustado que la idea que articula el texto (la neurociencia está en construcción) quedara más patente destacando el trabajo actual de neurocientíficos y neurocientíficas. Para toda cuestión abierta en neurociencia hay muchas hipótesis en liza, me hubiera gustado que se pusieran sobre la mesa las alternativas y que se presentara alguna justificación de la hipótesis preferida por el autor (algo siempre difícil en un libro tan breve). A pesar de todo, recomiendo de forma encarecida este libro a todos las personas interesadas en una ojeada rápida al estado actual de la neurociencia. No te arrepentirás si te lo lees. ¡Qué lo disfrutes!

El libro, tras la «Introducción» (pp. 9-10), nos presenta 13 capítulos y la bibliografía. «¿Qué nos hace humanos? ¿Qué hay en nuestro cerebro que nos vuelve tan especiales?» El autor intenta responder a estas preguntas usando la neurociencia, sin olvidar «la filosofía de la neurociencia, la teoría de la evolución y hasta un poquito de matemáticas». Y nos confiesa que «este no es un libro más sobre cómo funciona la mente, es el libro que me gustaría haber leído antes de lanzarme a investigar el cerebro»; y que, por supuesto, «con este libro no pretendo que te vuelvas un reputado neurocientífico, está claro, pero sí puedo asegurarte algo, y es que cuando lo termines no volverás a ver las cosas del mismo modo».

En el capítulo 1, «En algún lugar» (pp. 11-27), el autor nos recuerda que estudió Medicina y qué sintió al tener entre sus manos el encéfalo de una persona. «¿Qué tiene de especial nuestro encéfalo? No tardé en descubrir que, como en tantas otras preguntas inocentes, lo que se escondía entre aquellos signos de interrogación era una hidra. Alrededor de la gran pregunta se enredaban otras más pequeñas que, al ser resueltas, se multiplicaban sin control: ¿somos nuestro encéfalo?, ¿qué significa ser un humano?, ¿existe el alma?, ¿qué es la identidad?, ¿la tortilla con cebolla o sin cebolla?… Por cada pregunta que respondemos, otras dos asoman la cabeza». La hidra aparecerá una y otra vez a lo largo del libro, junto a ciertos toques de humor para los aficionados a las redes sociales.

Tras una brevísima revisión histórica del origen anatómico de la mente, se compara nuestro cerebro con el de los simios, al hilo de la evolución. «Si dejamos de lado nuestro complejo de superioridad, la hipótesis de que nuestro encéfalo sea cualitativamente distinto del de otros grandes simios no es descabellada. A fin de cuentas, «distinto» no significa necesariamente «mejor». (Más aún,) está claro que muchas funciones cognitivas solo cambian en cuanto a su grado de desarrollo, y por eso son comparables entre distintas especies. (Bajo) nuestro cráneo hay un mundo casi infinito de conexiones, de ramas que se retuercen y entrelazan. (Una) selva de sinapsis».

«Una neurona, dos neuronas… ¡Magia!» (pp. 29-46), el capítulo 2, nos recuerda que el libro está ilustrado por figuras en blanco y negro de Javier Pérez de Amézaga Tomás. «Cientos de miles de cambios acumulados generación tras generación mediante prueba y error han aumentado la complejidad de nuestro encéfalo hasta formar un laberinto de neuronas capaz de entender estas páginas». Pero «¿de dónde surge entonces la consciencia si todo es neurona sobre neurona? Conocemos cada una de las cerca de trescientas células nerviosas que recorren el cuerpo del gusano Caenorhabditis elegans y, a pesar de ello, seguimos sin entender cómo percibe el mundo. ¿Es posible que la suma de las neuronas genere propiedades que no existían en ellas por separado? (De hecho,) ¿puede un cambio cuantitativo producir una propiedad cualitativamente nueva? (Todavía) no sabemos a qué tipo de fenómeno emergente corresponde nuestra mente. (El) estudio del encéfalo es un punto de encuentro entre las humanidades, las letras y las ciencias, y desentrañar sus misterios será un trabajo en equipo, o no será». Al hilo, me permito recomendar el reciente artículo de Carlos E. Valencia Urbina, Sergio A. Cannas, Pablo M. Gleiser, «Linking the connectome to action: Emergent dynamics in a robotic model of C. elegans,» arXiv:2011.09057 [q-bio.NC] (18 Nov 2020).

«Digámoslo con todas las palabras necesarias: la idea de que un encéfalo más grade es cognitivamente superior es completamente falsa». Esta afirmación articula el capítulo 3, «El mío es más grande» (pp. 47-63), que discute el coeficiente de encefalización de Harry J. Jerison, el número de neuronas estimado por la doctora Suzana Herculano-Houzel y el avance de las capacidades craneales de los homínidos. «El acelerón en la encefalización de nuestros antepasados se debió principalmente a que es mucho más fácil extraer energía de los alimentos cocinados. (Nuestro) encéfalo de 86 millardos (de neuronas) necesita unas 500 kilocalorías cada 24 horas, una barbaridad».

«Cada pueblo de este mundo es el mejor, y si no, preguntad a sus habitantes. (Más) de las mitad de las personas nacerá y morirá entre las mismas colinas o a la orilla de un mismo mar. Necesitamos sentir que no nos estamos perdiendo nada, que hemos tenido suerte y que hemos aprovechado nuestra vida al máximo. (La) realidad es bien distinta y en mi sesera a veces no hay nada, o con suerte algún estepicursor que rueda a ritmo de wéstern. Siento decepcionarte, pero esa es la verdad. (La) evolución no es buena ni mala, simplemente es. Y, por supuesto, no todos los pueblos son los mejores del mundo, algunos están en Francia». Otra broma recurrente del autor que se declara francófobo.

El capítulo 4, «No has cambiado nada» (pp. 65-82), empieza con una retrodicción antropológica: «Una niña está jugando en el campo, arrodillada sobre la hierba. Los rayos del Sol se resisten a estrellarse contra la tierra y pasan rozándola, proyectando largas sombras de una tarde que se agota. (La) distancia que nos separa de esa niña no se mide en kilómetros sino en años, concretamente más de treinta mil. (Su) mundo era distinto al nuestro, (pero) somos de la misma especie. (Pero,) ¿dónde trazamos el límite entre una especie y otra? ¿Qué diferencia hay con una subespecie?» Ignacio se decanta por la definición de Dobzhansky, según la cual «el perro y el lobo son la misma especie (Canis lupus)».

«¿Por qué la cultura de otros animales no ha llegado a los niveles (de la nuestra)? Para entenderlo es importante tener en cuenta que los encéfalos no son estáticos. No solo cambian de generación en generación o durante el neurodesarrollo infantil, sino incluso durante la edad adulta. Esto se llama neuroplasticidad, o plasticidad a secas, y en nosotros parece más potente que en otros animales». El autor aprovecha para introducir la teoría hebbiana del aprendizaje y para destacar que la plasticidad ofrece una misteriosa capacidad para la regeneración de funciones cognitivas tras lesiones cerebrales. «La plasticidad es tan poderosa que a veces no se sabe dónde están sus límites». Tras mencionar las ideas del lamarckismo en el contexto del encéfalo plástico, se introduce la memética de Dawkins: «la selección artificial de los memes gracias a la ciencia, la filosofía y otras disciplinas ha sido el último empujón para llevarnos hasta donde estamos».

«La sangre brillaba sobre las escamas de la bestia. Los dientes del uróboros apretaban cada vez más, abriéndose camino entre la grasa y la carne de su cola. (El) mayor de los uróboros de todos no tiene escamas, ni dientes, solo neuronas». Así se inicia el capítulo 5, «El cerebro que se estudia a sí mismo» (pp. 83-100). «El encéfalo lleva siglos tratando de entenderse a sí mismo, pero hace poco que ha conseguido morderse la cola». De Galvani a Cajal, de los funcionalistas a los conectivistas, de la electroencefalografía a la estimulación magnética transcraneal, se destaca a la resonancia magnética funcional, «el gran amor de la neurociencia. (La) técnica soñada. Rápida, con una alta resolución espacial y sin tener que convertir el encéfalo en un pincho moruno. (Permite) estudiar la relación entre la estructura de nuestra corteza cerebral y sus funciones».

El capítulo 6, «Un mundo ahí afuera» (pp. 101-124), nos recuerda que «hace falta establecer vías de comunicación con el mundo exterior tanto en una dirección como en la otra, percibiéndolo y moviéndonos en consecuencia. Los sentidos y la motricidad son funciones cognitivas distintas, pero entrelazadas en la más básico de nuestra biología». Tras una revisión de la anatomía del sistema nervioso, incluido el «homúnculo motor de Penfield», se presentan los sentidos, junto con el «homúnculo motor y somatosensorial»; no solo los clásicos, sino muchos más. La presentación es relativamente estándar.

«¿Sientes lo que yo siento?» (pp. 125-142), el capítulo 7, discute los sistemas simpático y parasimpático; el primero, «se encarga de aumentar nuestro ritmo cardiaco y ponernos a tono para una pelea o una notificación de Hacienda», mientras el segundo, «nos deja como si nos acabáramos de dar un baño caliente con burbujas, velas aromáticas, cantos de ballenas y la férrea convicción de que cumpliremos con nuestros propósitos de año nuevo. El tira y afloja entre ambos es lo que nosotros percibimos». Se discuten las bases neurológicas del miedo, la felicidad, la tristeza, la ira y el asco. «La capacidad de entender nuestras propias emociones parece estar relacionada con la interocepción, que nos da algo de información sobre el estado de nuestros órganos internos». Finaliza el capítulo con la empatía, el altruismo y los gatetes.

El capítulo 8, «Me recuerdas a mí» (pp. 143-162), se centra en la memoria «que no es perfecta y cuyos errores no son solo culpa del tiempo, sino también de ella misma». El perro de Pavlov y la paloma de Skinner nos llevan desde el condicionamiento clásico al operante. «La memoria a corto plazo no es la hermana tonta de la memoria a largo plazo. (Gracias) a ella podemos dar continuidad a los eventos que nos están ocurriendo en el presente y retener información que necesitemos de forma inmediata. Normalmente, esta reside en los hipocampos. (La) memoria a largo plazo se encarga del aprendizaje estadístico, basado en la repetición de patrones, en encontrar relaciones poco a poco». La repentización (memoria inconsciente de actos repetidos), nos lleva a la memoria explícita o declarativa, que puede ser semántica o episódica; todas estas memorias se guardan en la corteza cerebral. «Consolidamos los recuerdos por exposición repetida a un concepto, pero también gracias al sueño. Mientras dormimos, podemos ver un aumento en la actividad de las estructuras relacionadas con la memoria».

Tras destacar la evocación de engramas y la reescritura de historias, se enfatiza que «nuestra memoria no ha sido seleccionada para ser una copia exacta de la realidad», pero posee una facultad sorprendente, «recordar el futuro». Así llegamos al capítulo 9, «Préstame atención» (pp. 163-180), que se inicia con una cita de Schopenhauer: «un gran intelecto se rebaja al nivel de uno ordinario tan pronto como este es interrumpido, y su atención, distraída». «Si la atención es la capacidad para filtrar información de nuestro entorno, hace falta estar mínimamente despierto para conseguirlo. (Esta) función básica se llama nivel de excitación cortical y alerta (arousal, en inglés) y sabemos exactamente dónde se origina». Se presentan la «atención selectiva de abajo arriba, que podríamos comparar con un piloto automático, (la) atención selectiva de arriba abajo, (que) está sometida a nuestro control, (y) la atención encubierta, (que) detecta la ubicación exacta de los estímulos antes de que la atención abierta dirija nuestros ojos y oídos hacia ellos».

«Cuando hacemos dos cosas al mismo tiempo, estamos empleando un nuevo tipo de atención, la dividida, aunque, siendo exactos, más que «un nuevo tipo de atención» es una nueva forma de gestionar la atención selectiva. (La) teoría de los múltiples recursos plantea que nuestro encéfalo puede trabajar con tantas tareas en paralelo como queramos mientras estas no dependan de las mismas estructuras. (Decir) «atención dividida» es mucho más exacto que hablar de multitasking. (De hecho,) existe un 2,5 % de personas llamadas supertaskers. Las muy asquerosas son capaces de gestionar su atención para mantenerla a tope siempre, aunque estén haciendo cinco actividades distintas». Aunque no hay que olvidar que «la atención no procesa información, pero sin ella no tiene sentido procesar nada.

El capítulo 10, «Hablando claro» (pp. 181-198), define el lenguaje como «nuestra capacidad cognitiva para producir y comprender una lengua, que sería un código de signos concreto con unas reglas propias, (basadas) en dos conceptos, la semántica y la sintaxis». «Noam Chomsky, planteaba que existe una gramática innata, la hipótesis de la estructura profunda, y ahora sabemos que es incorrecta. (Pero) no debemos caer en el lado contrario de la balanza y negar la influencia biológica o sobrestimar la cultural, como la hace la hipótesis de Sapir–Whorf en su versión fuerte, que considera que las lenguas influyen en la estructura de nuestro cerebro determinando completamente nuestra percepción del mundo».

«La mayoría de las hipótesis apuntan a que no hay grandes diferencias neurolingüísticas entre nuestro cerebro y de de un gran simio y que el motivo por el que no han desarrollado lenguas es mucho más trivial: no pueden vocalizar. Los seres humanos nos caracterizamos por tener un control especialmente preciso sobre los músculos implicados en la fonación, en el habla. (De hecho) ha sido posible enseñar lenguaje de signos a algunos simios».

«Es curioso pensar cómo todos tenemos una idea bastante intuitiva de qué es inteligencia y qué no, pero si intentamos verbalizarlo, toda esa claridad de conceptos se deshace y deja poco más que especulaciones». En el capítulo 11, «¿Te crees muy listo?» (pp. 199-216), el autor afirma que «todo apunta a que si no hay una definición precisa de «inteligencia» es porque, como ocurría con el concepto de «especie», se trata de una ficción creada por nuestra mente. (Lo) que pretendo decir es que la inteligencia es el resultado de una serie de procesos aparentemente independientes, pero que trabajan en equipo, y si tenemos que empezar por uno, ese es la abstracción». Y seguir con la inducción y la deducción, lo que nos lleva a «las pruebas de inteligencia usadas con frecuencia de forma pseudocientífica, afirmando detectar lo que no detectan y obviando que, en el fondo, una prueba de inteligencia mide, sobre todo, tu capacidad para hacer la misma prueba de inteligencia». Aún así, «las pruebas de inteligencia ocultan una verdad incómoda: no todos somos iguales, hay personas más inteligentes que otras».

«La hidra tiene que estar escondida tras la última loma, el único lugar que todavía no nos hemos atrevido a investigar. (Ha) llegado la hora de hablar de la consciencia». El capítulo 12, «Nadie al volante» (pp. 217-236), se inicia con la victoria de Alpha Go a Lee Sedol, y se afirma que «el Go requiere intuición». «A pesar de su «intuición», memoria, inteligencia y capacidad de aprendizaje, la verdad es que AlphaGo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. (Quizás) Lee Sedol sintiera la injusticia de haber sido derrotado por algo que ni siquiera sabía a qué estaba jugando». «La consciencia es esa última frontera que nos separa de (las inteligencias artificiales), lo que nos ha hecho sentirnos superiores al resto de los animales incluso después de que la ciencia tomara el control del encéfalo. (La) consciencia es «la experiencia subjetiva que tenemos de nuestros procesos mentales», lo que se denomina «metacognición», para abreviar». «Las experiencias subjetivas de nuestros sentidos se llaman qualia y son tan personales que no podemos estar seguros de si lo que yo percibo al ver luz de setecientos nanómetros es lo mismo que percibes tú, por mucho que ambos lo llamamos «rojo»».

«Para empatizar con nuestros congéneres y no comérnoslos en cuanto nos entre el hambre, necesitamos desarrollar lo que se llama una «teoría de la mente»: creer que el resto de los individuos tienen sentimientos, deseos y experiencias subjetivas, igual que nosotros, básicamente porque en todo lo demás también somos iguales. (Con) la ayuda de la neuroimagen estamos empezando a pintar el mapa de la consciencia en el encéfalo, y lo que está apareciendo es apasionante. El problema es que, cuanto más medimos, menos se parece esta función cognitiva al resto que hemos estudiado».

El determinismo nos plantea el problema del libre albedrío. Lo que nos lleva al compatibilismo, que defiende que «el principal problema está en la definición de libertad». Los conceptos clásicos de libertad e identidad (el yo) han muerto. «Los datos nos hacen sospechar que la identidad, al igual que la libertad, es una historia que inventa nuestro encéfalo para dar unión a nuestras experiencias, pero ¿por qué hace todo esto? ¿Para qué vale un qualia?, ¿para qué vale sentirnos libres?». «Explicar cómo y por qué surge la subjetividad se le llama «el problema difícil de la consciencia»». El autor destaca una especulación entre las muchas existentes: «la consciencia sería una adaptación a la vida en comunidad que, a pesar de haberse desarrollado más en nosotros, compartiríamos con otros animales, en especial con los más sociales».

El último capítulo, «Una selva de sinapsis» (pp. 237-250), a modo conclusión, retorna a la hidra del primer capítulo: la neurociencia aporta más preguntas que respuestas a la pregunta sobre qué nos hace humanos. Se menciona a Gödel y sus teoremas de incompletitud, a Lorenz y su teoría del caos determinista, y se recuerda que «necesitamos una teoría unificada de la cognición en la que el emergentismo no sea relegado al papel de un parche explicativo, sino que sea el eje de la misma teoría. Pero para todo esto tendrán que pasar décadas». Permíteme acabar con el párrafo final del libro: «las cosas no avanzan ni retroceden, simplemente cambian una y otra vez, todas juntas y al unísono. Como los habitantes de una selva, una selva de sinapsis».

Finaliza el libro con la «Bibliografía» (pp. 251-253), tanto libros de consulta como libros para ampliar conocimiento (por cierto, no se cita dicha bibliografía dentro del texto del libro). Un libro dirigido a un público general que dejará con la miel en los labios a los buenos aficionados a la divulgación en neurociencia. A pesar de ello, quien necesite una puesta al día rápida sobre neurociencia, seguro que disfrutará con la pluma de Ignacio Crespo, un divulgador que ya brilla con luz propia en el panorama español y que promete brillar con mucha más intensidad en los próximos años.



3 Comentarios

  1. Una reseña genial, Francis.
    ¿Dice algo el libro sobre si la orientación sexual (hetero, homo, bi) y la identidad sexual (el género cis o trans) tienen raíz biológica?

  2. Me gustan las intervenciones de Ignacio Crespo en Coffee Break y cuando vi el libro lo compré y leí hace unas semanas. Es un libro ágil, ameno y con sentido del humor (gallego, supongo). Tiene algunos errorcillos con los millones de años en las páginas 60 y 61 que estoy seguro que se corregirán en la siguiente edición que deseo que saque.
    Gracias Francis por la reseña y el enlace al artículo de arXiv.

Deja un comentario