Reseña: «Pandemia» por Sonia Shah

Por Francisco R. Villatoro, el 30 noviembre, 2020. Categoría(s): Ciencia • Historia • Libros • Noticias • Recomendación • Science ✎ 1

«Cuando por fin llegó la pandemia, nadie se lo podía creer. Los expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) estuvieron semanas insistiendo en que no había una pandemia, a pesar de la rapidez del contagio. (Los) líderes mundiales manifestaron su desconcierto ante la magnitud de la matanza. (Para) mí, sin embargo, lo más llamativo de esta pandemia es lo extrañamente familiar que resulta. (Las) sociedades  de todo el mundo han reaccionado con retraso a la pesadilla de la pandemia. (No) es la primera vez que otros patógenos desgarran sociedades. (Pero) a pesar de las profundas marcas y cicatrices que dejan en nuestro cuerpo y en nuestras sociedades, nunca hemos cambiado el modo de vida para acabar con ellos, aunque habríamos podido. Al contrario, en cuanto el contagio pierde fuerza, volvemos a hacer lo mismo que antes».

Todos creemos saber tanto de pandemias, debido a la que sobrellevamos este año, que parece poco reconfortante leer un libro sobre el tema escrito por una periodista de investigación. Sin embargo, he disfrutado leyendo a Sonia Shah, «Pandemia. Mapa del contagio de las enfermedades más letales del planeta», Capitán Swing (2020) [318 pp.], traducido por Catalina Martínez Muñoz; el título original es «Pandemic: Trackings Contagions, from Cholera to Ebola and Beyond» (2017). El libro combina vivencias personales con la recopilación de información muy interesante sobre las grandes pandemias que ha sufrido la humanidad. Y además, en esta traducción se incluye un prólogo que hace referencia a la pandemia de COVID-19 (del que he extraído el párrafo anterior).

Un libro para reflexionar sobre el papel que jugamos en el origen y propagación de las epidemias y pandemias. Sonia Shah es una periodista (con formación adicional en filosofía y en neurociencia) que publica en The New York Times, The Wall Street Journal, Scientific American o Foreign Affairs. Ha escrito seis libros de divulgación de ciencia y política. También es famosa por una charla TED sobre la erradicación de la malaria. La traducción al español está bien (aunque creo que la versión original es algo más poética) y el libro se disfruta desde el principio. Quizás no te apetezca leer sobre pandemias este año, pero si no es el caso te recomiendo de forma encarecida este libro.

Tras el «Prólogo» [pp. 07-13] para esta edición en español, encontramos la «Introducción. Hijo del cólera» [pp. 17-31], diez capítulos, el glosario y los agradecimientos. El libro no tiene bibliografía, pero está decorado con gran número de notas a pie de página con referencias bibliográficas. «El cólera mata deprisa. (Este) fue el destino de un pasajero que iba en la cola delante de mí, (el) verano de 2013. (El) temible patógeno había estado casi a punto de acompañarme a casa. (Dos) siglos después de que aflorara, sigue teniendo una fuerza excepcional y su poder de provocar la  muerte o daños graves no ha disminuido».

«Según la conocida teoría de la «transición epidemiológica», formulada por el investigador egipcio Abdel Omran, la desaparición de las enfermedades infecciosas en las sociedades ricas era una consecuencia inevitable del desarrollo económico. (Pero) el desarrollo económico no era la panacea contra el contagio: Omran se equivocaba. (Un) trabajo de la microbióloga Rita Colwell publicado en Science en 1996 (exponía) lo que denominó «el paradigma del cólera»: la idea de que en la historia del cólera, la especialidad a la que esta investigadora ha dedicado muchos años de trabajo, estaban todas las claves necesarias para comprender los principales factores que motivan otras enfermedades emergentes. (Este) libro hace ese viaje: Empieza, en el caso del cólera y su progenie, en el cuerpo de los animales salvajes del planeta».

La zoonosis es el tema del capítulo 01, «El salto» [pp. 33-61]. La autora busca en 2011 «el lugar de nacimiento de los nuevos patógenos (en) un mercado de animales vivos de Guangzhou, la capital de la provincia de Guangdong, en el sur de China. (Fue) allí donde nació el virus que estuvo de causar una pandemia en 2003» (la de SARS). «Al doblar la esquina, recibimos de golpe un olor penetrante, a almizcle y humedad. El mercado de animales vivos consistía en una serie de puestos parecidos a garajes extendidos a lo largo de una acera de cemento. (La) escena impresionaba. (La) aglomeración de animales salvajes, insólita y sin precedentes ecológicos. En su hábitat natural, los murciélagos de herradura, que viven en cuevas, jamás se codearían con civetas de las palmeras, una especie de felino que vive en los árboles. Tampoco ninguno de ellos se acercaría en condiciones normales a tan corta distancia de la gente».

«El cólera también se originó en cuerpos de animales. La especie que le dio cobijo vive en el mar. Son unos crustáceos diminutos conocidos como copépodos. (Vibrio) cholerae son sus compañeras microbianas. (Los) copépodos varias veces a lo largo de su vida se desprenden de la piel, como las serpientes, desechando 100.000 millones de toneladas de caparazones al año. Los vibrios se alimentan de esta abundancia de quitina. (El) contacto de los seres humanos con los copépodos infestados de vibrios nunca fuera tan intenso como en las marismas tropicales recién conquistadas (en) el golfo de Bengala. (Ello) permitió a Vibrio cholerae «propagarse» o «saltar» a nuestro cuerpo. (Así) se convirtió en una zoonosis, del griego zoon («animal») y nosos («enfermedad»). Era un microbio animal que podía infectar a las personas. (Para) que un patógeno desencadene una ola de infecciones —una epidemia o una pandemia, según el alcance de la ola— tiene que ser capaz de contagiarse de una persona a otra».

«Son muchos los mecanismos que permiten a los patógenos zoonóticos adquirir la capacidad de propagarse entre personas y cortar la cuerda que los ata a sus animales anfitriones. Vibrio cholerae lo consiguió al desarrollar la función de producir una toxina (que) alteraba la bioquímica de los intestinos humanos de tal modo que invertía el normal funcionamiento de estos órganos. En lugar de extraer los fluidos para nutrir a los tejidos corporales, el intestino colonizadopor las bacterias succionaba el agua y los electrolitos de los tejidos y los expulsaba junto con los residuos. (La) primera pandemia ocasionada por el nuevo patógeno tuvo su origen en una ciudad en la región del Sundarbans, Jessore, en agosto de 1817, a raíz de unas lluvias torrenciales. Aunque los microbios llevan milenios atacando a los seres humanos (y viceversa), el proceso ha sido históricamente lento. Ya no lo es».

«Los murciélagos tienen un sistema inmunitario muy peculiar. (Al) tener los huesos huecos, como los pájaros, no producen células inmunitarias en la médula ósea. (Así) son el reservorio de una amplia variedad de microbios únicos y exóticos para otros mamíferos. Y llevan estos microbios de un lado a otro, porque los murciélagos vuelan y son capaces de recorrer distancias notables. (Con) la tala de los bosques de Guinea es probable que se produjeran nuevos contactos entre murciélagos y personas. (Nadie) sabe exactamente cuándo, un microbio de los murciélagos, el filovirus del Ébola, empezó a proliferar y a infectar a las personas». La autora nos pone varios ejemplos de zoonosis víricas: la viruela de los monos, el virus del SARS, el virus del Nilo Occidental, entre otros, destacando el virus del SARM. «Mi hijo tuvo una infección por SARM en el pliegue del codo». Uno de los motivos que le incitaron a escribir este libro.

El capítulo 02, «Locomoción» [pp. 63-90], nos recuerda que «los viajes en avión no solo trasladan nuevos patógenos por todo el planeta; también dictan la forma y la extensión de la pandemia que pueden ocasionar. (Si) se traza el rastro y la extensión de la pandemia de gripe en un mapa del mundo, como hizo el físico teórico Dirk Brockmann en 2013, el patrón que se obtiene es caótico y amorfo. (Trazar) la propagación de una pandemia sobre un mapa de tiempos de vuelo no da como resultado los brotes caóticos que observamos en un mapa geográfico».

«Los europeos y americanos creían que el cólera, una enfermedad de orientales atrasados, jamás llegaría al Occidente ilustrado. (Pero) sin prisa y sin pausa, el cólera llegó a las puertas de Europa». Y en barco alcanzó América. «El crecimiento de los mercados de animales vivos generó las condiciones para que el virus del SARS se extendiera y adaptara a los seres humanos, pero fueron la moderna red de transporte aéreo y un solo establecimiento, el Metropole —un anodino hotel de negocios del centro de Kowloon, en Hong Kong— quienes lo distribuyeron por todo el mundo. (En) cuestión de veinticuatro horas, el virus del SARS se había extendido a cinco continentes. (Gracias) al milagro de los viajes aéreos, un solo infectado pudo provocar un brote global».

«Los excrementos son el vehículo perfecto para que los patógenos puedan propagarse de una persona a otra». El capítulo 03, «Suciedad» [pp. 91-118], nos cuenta un efecto colateral del auge del cristianismo: «no prescribía rituales de higiene tan estrictos. Los buenos cristianos solo tenían que consagrar el pan y el vino rociándolo con un poco de agua bendita. Al fin y al cabo, Jesucristo se sentaba a comer sin lavarse primero. (Los) hombres más santos, con sus prendas de piel de animal plagadas de piojos, figuraban entre la gente que menos se lavaba de la tierra. (El) propio acto de excreción no exigía intimidad ni producía pudor como ahora. (Incluso,) el monje alemán del siglo XVI Martín Lutero tomaba a diario una cucharada de sus propias heces».

«Muchos patógenos se han vuelto más virulentos gracias a la transferencia génica horizontal, el proceso que transformó el cólera en una pandemia asesina, cuando un bacteriófago (un virus que infecta a una bacteria) se encontró con el Vibrio, dotándolo de la capacidad de segregar la toxina». El capítulo 04, «Multitudes» [pp. 119-147], nos habla de las ventajas que ofrecen las multitudes a los patógenos para su propagación. «En primer lugar, consiguen unos índices de transmisión significativamente más altos. (En) segundo lugar, los patógenos tardan mucho más en consumirse cuando la población es grande. (Y en tercer lugar,) su efecto más transformador reside en cómo permiten que los patógenos resulten más letales. (Un) ejemplo muy claro (es) el caso de la gripe (estacional) que mata anualmente a un millón de personas en todo el mundo. Este es el coste de los virus de la gripe que ya se han adaptado a nosotros, y nosotros a ellos».

El capítulo 05, «Corrupción» [pp. 149-180], incluye insertadas ocho láminas con fotografías e imágenes a color; el resto del libro no incluye ninguna ilustración adicional. «A la empresa que envenenó de cólera a la ciudad de Nueva York se la conoce hoy como JPMorgan Chase, el mayor banco de Estados Unidos y el segundo más grande del mundo». Más aún, «en el año 2002, las autoridades chinas trataron la emergencia del SARS como un secreto de Estado. (El) Gobierno de Cuba también ocultó las noticias sobre un brote de cólera identificado en 2012. (El) Gobierno de Arabia Saudí intentó silenciar al virólogo que identificó un nuevo coronavirus,» el del MERS. «El Gobierno estadounidense no es el único que ha caído presa del creciente poder de los intereses privados, permitiendo así la propagación de los patógenos. Lo mismo le ha ocurrido a una de las principales agencias internacionales: la OMS».

«El cólera ha sido fuente de disturbios desde el siglo XIX, cuando una ola de violencia extrema se extendió por Europa y Estados Unidos: una «pandemia de odio». (A) primera vista esto no tiene sentido. (Pero) la discordia que genera la epidemia no es genérica ni difusa. (Y) normalmente se dirige con la intensidad de un puntero láser sobre determinados grupos humanos —los chivos expiatorios— a quienes (se) señala como especialmente responsables de la epidemia». El capítulo 06, «Culpables» [pp. 181-208], nos pone varios ejemplos, entre ellos, «en Madrid, azotado por el cólera en 1834, los vecinos estaban convencidos de que eran los monjes y los frailes —defensores del pretendiente al trono Carlos en la primera guerra carlista— quienes habían llevado la enfermedad a la capital, envenenando los pozos». «¿Es imposible romper el vínculo entre el temor difuso que inspiran las epidemias u otro tipo de crisis sociales y la consiguiente atribución de culpas? En opinión del filósofo René Girard, para acabar con el ciclo de miedo y culpa es necesario demostrar la inocencia del chivo expiatorio».

Tras presentar de forma breve los paradigmas de Kuhn, se nos habla de la historia del tratamiento más efectivo contra el cólera y el papel de John Snow en el capítulo 07, «El tratamiento» [pp. 209-238]. «Para sobrevivir al cólera basta con reponer los fluidos consumidos. La enfermedad se trata con agua limpia y pequeñas cantidades de electrolitos simples, como las sales. Este remedio tan elemental reduce la mortalidad del cólera del 50 al menos del 1 por ciento». Y nos recuerda lo que ya hemos vivido este año. «Hoy, cuando emergen patógenos desconocidos, no se tardan décadas en desentrañar cómo se propagan. (Pero) seguimos sin poder confiar en que la medicina moderna nos salve de la amenaza que representan los patógenos emergentes. (Aun) cuando los científicos logran desarrollar nuevos tratamientos, no siempre es posible producirlos a tiempo y en cantidad necesaria». La autora relata su batalla contra el SARM en su familia. «La batalla duró años. (Tres) años después dejé de luchar contra el SARM. Por ninguna razón. Simplemente me cansé. (Y,) cosa increíble, desapareció por sí solo. (Fue) como si, al dejar yo el combate, el bicho también perdiera las ganas de pelea. (No) tengo la menor explicación».

El capítulo 08, «La venganza del mar» [pp. 239-257], afirma que «el cólera tenía tanto que ver con lo que ocurría debajo del agua como con la vida y costumbres de la gente en tierra firme. (En) realidad el cólera no desapareció en 1926. La cepa específica que había arrasado el mundo con seis pandemias se había extinguido, pero no sin antes reproducirse y engendrar a un artero descendiente con especiales dotes. (Tenía) una resiliencia extraordinaria y era capaz de resistir el ataque de los antibióticos. (Lo) bautizaron con el nombre del lugar donde se había encontrado: vibrio de El Tor. (La) enfermedad la llamaron «paracólera». (Finalmente), la OMS admitió que el paracólera no existía. La bacteria de El Tor era el cólera de siempre, en todo su violento y terrorífico esplendor».

«Mientras el cambio climático siga en marcha, el entorno desempeñará una función igual de importante en las dinámicas de otras enfermedades infecciosas desconocidas hasta hoy. (El) aumento de las temperaturas ampliará la diversidad de zoonosis causadas por animales como murciélagos, mosquitos y garrapatas, entre otros». Se finaliza hablando de por qué los hongos no suelen infectar a los mamíferos por su sangre caliente. «La sangre caliente puede explicar el misterio de que los mamíferos llegaran a prevalecer sobre los reptiles después de la extinción de los dinosaurios».

«En el década de 1970, el biólogo evolutivo William Hamilton (concluyó que) el sexo evolucionó debido a los patógenos. (Otros) biólogos han visto que las especies que practican tanto la reproducción sexual como la no sexual, optan por una u otra en función de la presencia de patógenos». El capítulo 09, «La lógica de las pandemias» [pp. 259-287], nos presenta un dato que yo no conocía: «Un grupo de biólogos conservacionistas ha calculado que la población mínima necesaria para que la mayoría de las especies animales que practican la reproducción sexual sea viable se sitúa alrededor de los cinco mil individuos. Otros hablan de un rango comprendido entre los quinientos y los cincuenta mil, según la especie».

Más aún, «envejecemos y morimos, afirma Joshua Mitteldorf, a cambio de sobrevivir a las pandemias. Tanto la teoría de Hamilton sobre la evolución del sexo como la teoría adaptativa del envejecimiento son versiones de lo que se ha llamado la hipótesis de la Reina Roja, toda una revolución en la biología moderna». También se menciona la teoría de Ajit Varki según la cual «el primer homínido capaz de andar erguido, Homo erectus, se apartó de su predecesor, el Australopithecus, justo cuando se perdió el gen Neu5Gc. Si Varki está en lo cierto, nuestra primera pandemia nos ayudó a convertirnos en seres humanos. (La) carne roja, que es la carne de los mamíferos, es rica en Neu5Gc, el ácido siálico que perdimos. Consumirla (puede) predisponernos a desarrollar cáncer, diabetes y enfermedades coronarias».

«En muchos aspectos, hoy seguimos siendo tan débiles frente a los patógenos como lo éramos hace miles de millones de años» (por cierto, en el original en inglés pone «eons ago», que yo nunca habría traducido por millardos). Y así llegamos al capítulo 10, «Rastrear el próximo contagio» [pp. 289-313]. «Lo irónico es que la alarma aparentemente desproporcionada que generó el ébola suscitó una condena rotunda, cuando la respuesta más peligrosa los nuevos patógenos sea la indiferencia. (El) ébola era el seis de picas rojo, un payaso en un sótano oscuro: inesperado, desconcertante y aterrador. Esto explica igualmente por qué la enfermedad de Lyme, el dengue y la rabia, aunque más extendidas y gravosas, dan menos miedo. En teoría, la química puede derrotarlas a las tres. (El) hecho de que exista un arma capaz de acabar con ellos produce una reconfortante ilusión de dominio».

En relación con Vibrio cholerae, se afirma que «gran parte de su transformación, de microbio inofensivo a patógeno virulento, se relaciona con la actividad humana. Somos nosotros quienes lo hemos convertido en un enemigo». Y se nos recuerda que «evidentemente no es posible vigilar a todos los microbios con potencial pandémico. (Pero) hay «puntos calientes» donde hay más posibilidades de que esto ocurra. (Y) si la creación de un sistema de vigilancia activa a escala global ya es todo un desafío, asegurarse de que la población actúa en consecuencia exigiría un proyecto de alcance aún más amplio».

«Mientras se gesta la próxima pandemia, la identidad del patógeno que la causará sigue siendo tan incierta como siempre. Podría tratarse de un patógeno de la selva como el ébola. Podría ser un microorganismo marino como el cólera. O algo totalmente distinto. Tendremos que aceptar que no sabemos su nombre. Eso me dije una tarde de verano cuando iba camino de la bahía de Chesapeake, huyendo del calor de la ciudad. El agua estaba opaca, templada como una bañera y rebosante de vida. (También) había bacterias de distintos vibrios, incluido el del cólera. (El) agua rica en cólera que había desplazado al zambullirme formaba sobre mí un tétrico remolino brillante».

Finaliza el libro con el breve «Glosario» [pp. 313-315], y los «Agradecimientos» [pp. 317-318]. Un libro que gustará a los buenos aficionados a la divulgación científica escrita por periodistas especializados.



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